sábado, 4 de febrero de 2012

Desde Bolivia

(Publicada en L'Informatiu el 2 de febrero de 2012. Ver aquí)

Escribo la columna semanal desde el aeropuerto de Santa Cruz de la Sierra, en Bolivia. Diez horas esperando la salida del vuelo a Sucre dan para mucho, incluso para cumplir con esta agradable obligación semanal.

Nada más cruzar la puerta de salidas internacionales he recordado un comentario que me hizo el director de este diario con ocasión, hace ya un tiempo, de un viaje a Ecuador. El protagonista de aquel comentario eran los ojos de las personas que esperan ansiosas en el aeropuerto la llegada de sus migrantes.

Todas esas personas en nuestro país que afirman sin pudor que los migrantes llegaron a quitarnos el trabajo o a aprovecharse de nuestros servicios públicos deberían, aunque fuera una vez en su vida, volar a Ecuador, a Bolivia o a Perú. A ellos y ellas va dirigida esta columna.

Si algún día lo haces, para las largas horas de vuelo te propongo que intentes conversar con aquellas personas que intuyas que son migrantes que vuelven a su país a pasar unos días con su familia. Que intentes, con delicadeza, preguntar por sus historias de vida. Cuánto tiempo llevan viviendo en España, a qué se dedican, cuanta familia dejaron en su país, cuánto tiempo hace que no lo visitan.

Puestos a proponer, te sugiero que intentes mantener estas conversaciones con mujeres. Escucha las historias de los hijos e hijas que dejaron a cargo de las abuelas para venir a cuidar de nuestros hijos e hijas. Escucha el tiempo que hace que no ven a sus mayores, porque los dejaron en su tierra para venir a la nuestra a cuidar de nuestros mayores.

Es probable que entre las personas con las que puedas conversar, haya alguna que hace años que no pisa su país. De lo que obtienen cuidando a nuestros hijos e hijas, a nuestros mayores, limpiando nuestras casas o recogiendo las cosechas de nuestros campos, envían una buena parte a sus familias. Ahorran todo lo que pueden, y eso es incompatible con agarrar un avión a menudo.

Si encuentras a alguna de esas personas, no dejes de mirarla a los ojos cuando el comandante del vuelo anuncie que se inicia la maniobra de aterrizaje. Procura descubrir las emociones que circulan por su cabeza, por su cuerpo, por su piel.

Sigue mirándola mientras desembarca del avión. Mientras hace la larga cola para pasar los trámites migratorios. Mientras recoge su maleta (¡que bueno sería poder mirar por un agujerito qué lleva en esa maleta!). Y síguela con la vista cuando atraviese la puerta de llegadas internacionales. Cuando busque con su mirada a su familia.

No tengas prisa. Date un tiempo para ver como se abraza con los suyos, con las suyas. Intenta comprender las sensaciones que la invaden. Intenta imaginar como se siente cada noche en tu país cuando se va a la cama lejos de los suyos, de las suyas.

Si todavía no tuviste suficiente, cuando vayas a tomar el vuelo de regreso a casa, repite el proceso mirando como se despiden esas mismas personas que vinieron a pasar unos días con su familia.

Aunque pensándolo bien, quizás puedas ahorrarte el billete de avión porque tal vez un día de estos seas tú el que acuda, la que acuda, a cualquiera de nuestros aeropuertos a despedir o a recibir a tu hija, a tu padre, a tu hermana.

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