domingo, 6 de octubre de 2013

Tres historias en tránsito en el aeropuerto de Miami

Ha tenido que ser una larga espera en tránsito en el aeropuerto de Miami la que me ha hecho encontrar la oportunidad de retomar este blog, seis meses después.


Una "reorganización de procesos" desde la última vez que pasé por este aeropuerto (siempre que puedo, procuro evitarlo) ha significado superar los trámites de migración en apenas quince minutos. I can't believe it, repetía sorprendido el señor que los pasó delante de mí ante la diligencia con que avanzaban las colas, en otros momentos interminables.

El caso es que mi vuelo de American Airlines (hay cosas peores que la comida que dan en los vuelos de Iberia) aterrizó en Miami a las 14:35 y en apenas media hora había pasado por migración, recogido el único paquete que había facturado para pasarlo por aduana y devolverlo, y estaba listo para enfrentarme a casi ocho horas de espera hasta la salida del vuelo que me ha traído a Paraguay. Y con todo, la espera no se hizo pesada.

Apenas me había sentado y me estaba enchufando los cascos para escuchar algo de música cuando se me acercó un señor mayor, piel morena, pelo blanco, tres enormes maletones que sólo podía arrastrar a turnos. ¿Sería tan amable, señor, de explicarme por dónde tengo que ir? me preguntó a la vez que extendía su brazo para entregarme una hoja impresa con su itinerario. En tránsito como yo, pero en su caso entre Santo Domingo y Washington. Lo he acompañado al punto en el que tenía que entregar el equipaje facturado, le he indicado el lugar por el que tenía que pasar el control para dirigirse hacia su puerta de embarque, y he terminado comentándole que no tuviera prisa, que todavía faltaban unas horas para que saliera su vuelo. ¿Y sería tan amable, señor, de aceptarme que le invitara a tomar un café? ha sido su respuesta.

Y tomando esos cafés (mucho peores que los de Santo Domingo me decía el señor) ha sido como me ha contado que hace dos meses que enviudó -después de cincuenta y nueve años casado con su Mariela-, que su única hija vive desde hace años en Washington, y que después de mucho resistirse ha cedido a su voluntad -la de su hija- de irse a vivir con ella, y con su marido -de su hija- y con sus nietos -de él-.

¿Y qué voy a hacer yo en esa ciudad? ¿Usted cree, señor, que encontraré en esa ciudad alguien a quien le guste jugar al ajedrez? ¿Cree usted, señor, que encontraré algún lugar en el que tomarme un traguito de ron por la tarde, cuando caiga el sol? ¿Cree usted, señor, que conseguiré en esa ciudad algún lugar dónde comprarme unos cigarros puros dominicanos?  

El banco de la "Animal Relief Area"
Cuando hemos acabado los cafés, lo he acompañado de nuevo al punto de control, y ahí, antes de despedirme con un abrazo, ha echado mano al bolsillo de su chaqueta y ha sacado uno de esos cigarros puros dominicanos que tanto le gustan porque huelen a muslos de mujer, como los muslos de su Mariela. Y mientras me fumaba ese puro en los exteriores del aeropuerto, sentado en el único banco que he encontrado, el de la "Animal Relief Area", he caído en la cuenta que el señor no me dijo su nombre. Repitió como una docena de veces el de su Mariela, pero no me llegó a decir el suyo. Y he disfrutado ese cigarro puro casi tanto como unos muslos de mujer.

Andaba dándole las últimas caladas cuando a mi espalda un señor, éste de piel morena y pelo todavía más moreno, de menor estatura que el marido de Mariela y bastante más joven que él, me ha pedido fuego. ¿A usted también le gustan los puritos? Éstos que me fumo yo son de Estelí. Y fumando el segundo puro de la tarde (más de los que suelo fumar en un año normal), al que me ha invitado Camilo, es que me ha contado que nació en Estelí, que se llama como se llama porque sus padres le pusieron el nombre de Camilo Cienfuegos, porque cuando nació hacía poco que los barbudos habían entrado victoriosos en La Habana, que la Contra mató a su padre y a sus dos hermanos mayores, y que hace unos años que emigró a Estados Unidos, que le dolía vivir en el país que apoyó a los asesinos de su padre y sus hermanos, y que hace un año decidió regresar a su país, y que éste año que ha pasado en Managua le ha dolido más que vivir en "los Estados" porque Daniel traicionó la revolución; que él sigue siendo sandinista pero no soporta más vivir en su país, y que así ha decidido regresarse a "los Estados". Y el segundo cigarro puro de la tarde me ha sabido amargo, muy amargo.

Me he despedido de Camilo y he entrado de nuevo al edificio del aeropuerto porque el calor fuera era insoportable, y me he sentado en una de las filas de asientos de una de las zonas de espera. Antes de que pudiera enchufarme de nuevo los cascos se ha sentado a mi lado una mujer, de piel tan morena como la de Camilo, y de pelo tan negro como el de Camilo, y me ha brindado una sonrisa tímida, y así ha arrancado la tercera historia en tránsito.

¿Es la primera vez que viene a los Estados Unidos? me ha preguntado. Yo le he contestado que en realidad lo único que conozco de los Estados Unidos es el aeropuerto de Miami, por el que he pasado unas cuantas veces. Y entonces me ha contado que se llama Josefa, que ella es la primera vez que viene, y que va a vivir con su hermana que emigró de Guatemala, el país en que ambas nacieron, hace diez años. Que su hermana tiene papeles porque se casó con un americano (y he entendido que al decir americano se refería a estadounidense). Y después de un rato largo de contarme de su vida en Xela (y le ha sorprendido que no conozca los Estados Unidos pero si conozca Xela), me ha explicado que se ha venido a vivir con su hermana porque su marido -el de Josefa- no le da buena vida, y una lágrima se ha deslizado por su mejilla -la de Josefa- y he entendido lo que quería decir con no darle buena vida. Y con la segunda lágrima deslizándose por su mejilla a mi se me ha hecho un nudo infinito en el estómago, y he sentido en la boca un sabor todavía más amargo que el que me ha dejado el puro de Camilo.

Me he despedido de Josefa con un abrazo largo, y le he deseado que le vaya muy bien. Y me he ido paseando hacia la calle, a fumarme el último cigarro del día en Miami antes de embarcar yo también, escuchando las conversaciones -todas en castellano- de los empleados del aeropuerto y tarareando en mi cabeza la canción de Calle 13.

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