martes, 8 de noviembre de 2011

Carta de un compañero rebelde

Esta mañana ha recibido la carta de un amigo, de un compañero rebelde. Una de esas personas que Bertolt Bretch calificaría de imprescindibles. La he leído con una profunda tristeza, la misma tristeza y amargura a la que él alude. Y yo sí, con rabia. Con la rabia intensa de que no haya podido ser, de que nos hayan asesinado un sueño. Pero sólo uno. Porque los sueños, el resto de los sueños, esos que lo llevaron a él, y a mí en otros tiempos, y a tantas otras almas, a compartir la casa grande de Las Segovias, esos no podrán asesinarlos nunca. 

Pero tras la tristeza, y la amargura, y la rabia, me queda una profunda alegría. La inmensa alegría de saber que hay locos como él que siguen creyendo en esos sueños. No me despido de Diego, ni de Rafa, ni de Roc, ni de los que serán empujados tras ellos. No es una despedida porque nos seguiremos encontrando en los caminos de la rebeldía. Transitaremos juntos en algunos caminos, y nos encontraremos en otros. Y siempre, como decía el poeta, defendiendo la alegría de la miseria y los miserables.

Con permiso del amigo rebelde (todo lo que sale de mis manos tiene licencia Creative Commons, me dice), comparto su carta:



No pudimos ser. La tierra
no pudo tanto. No somos
cuanto se propuso el sol
en un anhelo remoto.

Miguel Hernández


El 1 de noviembre comenzó un periodo de excedencia que me tendrá apartado de la organización durante un año, después de casi 10 de vinculación laboral y asociativa a ACSUR Las Segovias. En todo este tiempo, muchas de las personas con las que he compartido espacios en la organización ya no siguen. Algunas salieron por la puerta grande, otras por puertas más chiquitas. Hubo algunas que tuvieron que tirarse por la ventana. A mí, me han empujado. 

Pensé que esta carta iba a ser un buen espacio para despedirme de las pocas compañeras y compañeros que aún siguen creyendo en Las Segovias, y en lo que representa. Y siguen respetando su Historia. Pensé que podría aprovechar también para vomitar con letras toda la rabia y la indignación que siento, desde que unos advenedizos tomaron por asalto nuestra organización, obcecados en no dejar piedra sobre piedra del proyecto solidario original, y en borrar nuestra memoria colectiva.

Pero no me sale la rabia. Sólo me queda tristeza y amargura. 

No nos engañemos, la nuestra nunca ha sido una casa perfecta, pacífica y ordenada. Mucho menos una catedral, como alguna vez la denominó alguien con ínfulas de gestor de gran empresa. De hecho, a los pocos meses de entrar en Las Segovias en 2002, cuando la tierra negra de Guatemala se me pegó definitivamente a la planta de los pies y cuando las palabras sordas de los pueblos sin voz atravesaron para siempre mi corazón, tuve que padecer la primera de una larga serie de injusticias que han llevado a la organización a donde ahora está. Fue entonces cuando el colectivo de personas que hacían posible el trabajo en el país -un equipo humano que sería la envidia de cualquier organización comprometida-, fue desmantelado por las arbitrariedades de un poder que siempre ha estado demasiado concentrado. 

ACSUR Las Segovias desapareció del mapa durante años en Guatemala. Yo mantuve a todos los amigos y las amigas de entonces, con quienes a pesar de todo, he podido seguir trabajando. Y la experiencia me sirvió para conocer uno de los rostros de la asociación; el más terrible, el más implacable, el que siempre gana. El mismo que pude conocer después en El Salvador, cuando la dignidad de las compañeras del Equipo Técnico las llevó a dimitir en bloque. El mismo que se revuelve a cada poquito y escupe bilis en forma de represión. Demasiadas veces lo vi. Demasiadas.

Pero Las Segovias no es eso. Al menos -y a pesar del que sería el deseo de los vencedores- no es sólo eso. Conocí también el compromiso y la militancia de un puñado de personas desperdigadas por el mundo que se rompían la cabeza contra las piedras de la catedral -¿o era un castillo?- y que seguían empeñadas en hacer posible lo imposible. En abrir camino a puro machete para la ternura, la solidaridad y la revolución. Pocas siguen vinculadas a la organización. Ellas saben a quién me refiero, y saben también que cuentan con mi respeto y mi admiración, dondequiera que se encuentren ahora.

Tuve, por último, la enorme suerte de compartir militancia y trabajo con un colectivo de seres humanos excepcionales, colosales... gigantes. De ellos no me despido, porque a los amigos no se les despide por carta. Y porque el cordón umbilical de la dignidad rebelde seguirá latiendo entre nosotros, pase lo que pase, pese a quien pese. Fue en el País Valencià donde aprendí que militancia y trabajo no son términos que puedan caminar separados. Fue también donde comprendí la verdadera dimensión de los conceptos de libertad, autonomía, solidaridad, horizontalidad o autogestión. Cada hora compartida con mis compañeros y mis compañeras representa un aprendizaje incalculable para mí. Y me ha convertido en una persona mejor de la que era cuando llegué.

Los de arriba no lo saben -o tal vez no lo entiendan-, pero en el País Valencià existe una organización. No una estructura vacía que se reúne cada tanto a tomar decisiones a puerta cerrada. No una cúpula que necesite codearse con ministros, estar presente en cónclaves internacionales o mirar a Bruselas para que parezca que tiene algo que decir. No el apéndice de ningún partido político. No el triste teatro de una asamblea mutilada en la que 25 gentes se permiten hablar por toda una organización. No.

En el País Valencià existe una organización modesta que mira hacia abajo, que ha enraizado en su tierra y en su cultura. Que es capaz de congregar a cientos de personas para decidir dónde está el horizonte y cómo vamos a trabajar para alcanzarlo. Que se ha ganado a pulso el respeto y al apoyo de los colectivos más diversos, desde otras ONGD hasta grupos informales de campesinas; desde las administraciones locales hasta las asambleas populares de barrio; desde las universidades hasta las asociaciones de amas de casa de pueblos escondidos por las montañas; desde grandes organizaciones técnicas de cooperación, hasta comunidades indígenas sin papeles ni estatutos, pero con una dignidad rebosante. 

Haber formado parte de este sueño -seguir formando parte de él- es una recompensa de la que me estaré nutriendo toda la vida, aunque tal vez nunca pueda encontrar de nuevo el camino de regreso a mi casa. 

Para los que no nos dejan ser, no tengo ninguna palabra de despedida, más allá de las que escribió León Felipe hace algunas décadas:

"Todo lo que se pesa, todo lo que se compra, 
todo lo que se mide y se cuenta, 
lo habéis defendido como perros, 
y todo se ha salvado... ¡todo!... 
pero habéis asesinado los sueños, 
¿oísteis? 
¡HABÉIS ASESINADO LOS SUEÑOS!"

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